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domingo, 11 de abril de 2010

El orgullo del Diablo

En lugar de aceptar las culpas, llamar las cosas por su nombre y buscar conocer la verdad, la Iglesia Católica ha optado por el cierrafilas.
peru21.pe Dom. 11 abr '10
Autor: Pedro Salinas
Ahora resulta que todos lo hacen. Que es normal. Que no solo es una práctica de muchos curas católicos. Que es un mal extendido más allá de la cosa religiosa. Vaya. Podemos convenir en que la pederastia es un crimen abominable, que, efectivamente, ha sucedido en otras áreas de la sociedad; y a estos miserables, que no son solamente curas católicos, también debería tratárseles como los monstruos que son. Sería lo justo. Lo que corresponde. Digo. Pero, vamos, como diría la periodista Maruja Torres, ¿alguien conoce de alguna institución social, laica por más señas, que detente el privilegio de educar a generaciones de niños y niñas; que se base en rigurosas normas morales emanadas de la tradición, y no de la ética; que predique el amor al prójimo, que goce de autoridad para imponer sus usos y costumbres sin admitir discusión alguna, que se considere por encima de las leyes civiles, que le calce a sus predicadores principales el celibato obligatorio, que reciba subvenciones del Estado, así como parte de nuestros impuestos, y que, encima, pase el platillo? ¿Y que, además de todo lo anterior, practique el encubrimiento sistemático y el silencio cómplice como un modus operandi para cubrir sus huellas?

Por alguna razón, aparentemente difícil de comprender para la curia, lo que es un delito, una transgresión execrable y anómala para cualquier sociedad civilizada, es para muchos ensotanados, un pecado, una falta, una caída, una impiedad apenas. Porque, como anota la escritora Elvira Lindo, “es de delito, no de pecado, de lo que debería comenzar a hablar la Iglesia si quiere tener algún tipo de predicamento en el futuro. La concepción de pecado es variable según cada religión o cada conciencia; el delito es incuestionable”.

En fin. No sé ustedes, pero yo me he tomado el trabajo de leer detenidamente la carta del Papa a los irlandeses y me deja la sensación de que: o Benedicto no tiene idea de la magnitud de la crisis que enfrenta, o es cómplice, o es un reverendo pelmazo. Ustedes escojan. Pero es que un mensaje sobre un asunto tan delicado, no puede albergar la cantidad de errores de forma y de fondo que contiene el texto, que, como indica un editorial del diario El País, es demasiado largo, solo trata de Irlanda, no habla de expulsiones ni de sanciones, y menos acepta el gravísimo ocultamiento y protección a los curas pederastas, a quienes blindó la Iglesia con una muralla de silencio. Tampoco sugiere una reflexión sobre el absurdo celibato sacerdotal, que, como bien señala el importante diario español, “no es, por supuesto, la profunda raíz del mal, pero sí uno de sus mejores auxiliares”.

Así las cosas, ¿no debería, sobre todo el papa Benedicto XVI, asumir su responsabilidad en lugar de quejarse de una campaña contra su persona? Nunca nadie perteneciente a la Iglesia tuvo tantos casos de abuso sobre su escritorio como él. Y que conste que esta última interrogante y su subsiguiente conclusión, no las formulo yo, sino el reputadísimo teólogo católico Hans Küng.

Pero no. En lugar de aceptar las culpas, llamar las cosas por su nombre y buscar conocer la verdad, la Iglesia Católica ha optado por el cierrafilas. Y eso sí que revienta y hierve la sangre. Lo ha dicho muy bien la cantante irlandesa Sinead O’Connor, quien está muy cabreada con la insinuación arrogante de Benedicto, al pretender que los abusos sexuales en Irlanda son un asunto meramente irlandés. Dice O’Connor en un artículo reciente: “El Papa debe hacerse responsable de las acciones de sus subordinados. Si hay sacerdotes católicos que abusan de los niños, es Roma, y no Dublín, la que debe responder por ello, con una confesión inequívoca y sometiéndose a una investigación criminal. Mientras no lo haga, todos los buenos católicos (…) deberían dejar de acudir al templo”.

Pues eso. No deja de sorprender, en este sombrío contexto, la falta de caridad y de deseos de reconciliación de una organización que, de la boca para afuera, predica precisamente estas dos virtudes. Es lo que comúnmente se llama inconsecuencia o hipocresía. Algo de lo que se despotrica mucho, dicho sea de paso, desde los púlpitos dominicales.

Y no me vengan después con que este tipo de reflexiones son parte de algún tipo de campaña propiciada por el Maligno, que, si no lo han escuchado todavía, ya es hora de que abran los oídos. ¿Ya lo escucharon? Pues sí. Eso es lo que les está diciendo. “Estoy muy orgulloso de ustedes, hijos míos”. Eso mismo.

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